A continuación vas a leer un fragmento de la famosa novela de Suzanne Collins Los juegos del hambre, conocida también por su adaptación al cine. Como tal vez conozcas, en esta novela doce chicos y doce chicas se enfrentan entre sí en un estadio de proporciones descomunales, sabiendo de antemano que solo una persona podrá escapar con vida. Todo ello, por supuesto, por órdenes del Capitolio para entretener a la población, especialmente de la capital -Panem-, ciudad de la que no salen los "tributos" o personas que se enfrentan: los enfrentamientos, la agonía del último suspiro de vida, son retransmitidos por televisión, y proyectados y comentados hasta la saciedad. En este fragmento se describe la muerte a manos de un joven del Distrito 1 de Rue, una niña pequeña a la que Katniss Everdeen, la protagonista, protege al establecer con ella una alianza.
Rue ha rodado por el suelo con el cuerpo acurrucado sobre la lanza. Con solo echarle un vistazo a la herida sé que está más allá de mis conocimientos de sanadora, y seguramente esté más allá de los conocimientos de cualquiera. La punta de la lanza se ha clavado hasta el fondo en su estómago. Me agacho a su lado y miro el arma con impotencia; no tiene sentido consolarla con palabras, decirle que se pondrá bien, porque no es idiota. Alarga una mano y me aferro a ella como si fuese un salvavidas, como si fuese yo la que se muere, y no Rue.
—No te vayas —me pide, apretándome la mano.
—Claro que no, me quedo donde estoy.
Me acerco más a ella y le apoyo la cabeza en mi regazo. Después le aparto unos tupidos mechones de pelo oscuro de la cara y se los recojo tras la oreja.
—Canta —dice, aunque apenas la oigo.
Toso un poco, trago saliva y empiezo:
En lo más profundo del prado, allí, bajo el sauce,
hay un lecho de hierba, una almohada verde suave;
recuéstate en ella, cierra los ojos sin miedo
y, cuando los abras, el sol estará en el cielo.
Este sol te protege y te da calor,
las margaritas te cuidan y te dan amor,
tus sueños son dulces y se harán realidad
y mi amor por ti aquí perdurará.Rue ha cerrado los ojos. Todavía se le mueve el pecho, pero cada vez con menos fuerza. Dejo que se me deshaga el nudo de la garganta y fluyan mis lágrimas, pero tengo que terminar la canción para ella.
En lo más profundo del prado, bien oculta,
hay una capa de hojas, un rayo de luna.
Olvida tus penas y calma tu alma,
pues por la mañana todo estará en calma.
Este sol te protege y te da calor,
las margaritas te cuidan y te dan amor.Los últimos versos son apenas audibles:
Tus sueños son dulces y se harán realidad
y mi amor por ti aquí perdurará.Me quedo sentada un momento, viendo cómo mis lágrimas caen sobre su cara. Suena el cañonazo de Rue, y yo me inclino sobre ella y le doy un beso en la sien. Despacio, como si no quisiera despertarla, dejo su cabeza en el suelo y le suelto la mano.
No puedo dejar de mirar a Rue. Parece más pequeña que nunca, un cachorrito acurrucado en un nido de redes. Me resulta imposible abandonarla así; aunque ya no vaya a sufrir más daño, da la impresión de estar completamente indefensa. El chico del Distrito 1 también parece vulnerable, ahora que está muerto, así que me niego a odiarlo; a quien odio es al Capitolio por hacernos todo esto.
La muerte de Rue me ha obligado a enfrentarme a mi furia contra la crueldad, contra la injusticia a la que nos someten. Sin embargo, aquí me siento todavía más impotente que en casa, pues no hay forma de vengarme del Capitolio, ¿verdad?
Entonces recuerdo las palabras de Peeta en el tejado: «Pero desearía poder encontrar una forma de… de demostrarle al Capitolio que no le pertenezco, que soy algo más que una pieza de sus juegos».
Por primera vez, entiendo lo que significa.
Quiero hacer algo ahora mismo, aquí mismo, algo que los avergüence, que los haga responsables, que les demuestre que da igual lo que hagan o lo que nos obliguen a hacer, porque siempre habrá una parte de cada uno de nosotros que no será suya. Tienen que saber que Rue era algo más que una pieza de sus juegos, igual que yo misma.
A pocos pasos de donde estamos hay un lecho de flores silvestres. En realidad, quizá sean malas hierbas, pero tienen flores con unos preciosos tonos de violeta, amarillo y blanco. Recojo un puñado y regreso con Rue; poco a poco, tallo a tallo, decoro su cuerpo con las flores: cubro la fea herida, le rodeo la cara, le trenzo el pelo de vivos colores.
Tendrán que emitirlo o, si deciden sacar otra cosa en este preciso momento, tendrán que volver aquí cuando recojan los cadáveres, y así todos la verán y sabrán que lo hice yo. Doy un paso atrás y miro a la niña por última vez; lo cierto es que podría estar dormida de verdad en ese prado.
—Adiós, Rue —susurro.
Me llevo los tres dedos centrales de la mano izquierda a los labios y después la apunto con ellos. Me alejo sin mirar atrás.